La quimera del oro(c.2) by Jack London

La quimera del oro(c.2) by Jack London

Author:Jack London
Language: es
Format: mobi
Tags: Aventuras
Published: 2010-10-14T22:00:00+00:00


Este pasto de alces está reservado a suecos y chechaquos.

BILL RADER

Kink lo leyó con aprobación y dijo:

—Lo mismo siento, creo que yo también debería firmar.

De este modo se añadió a la nota el nombre de Charles Mitchell, y muchos veteranos alegraron sus caras ese día al ver la obra que habían colocado unos espíritus afines.

—¿Cómo está el afluente? —inquirió Carmack cuando regresaron al campamento.

—¡Al infierno con los afluentes! —respondió Hootchinoo Bill—. Kink y yo iremos a buscar Demasiado Oro cuando descansemos.

Demasiado Oro era el arroyo legendario con el que soñaban todos los veteranos y del que se decía que el oro era tan abundante, que, para lavarlo, había que apartar la grava a paladas. Pero los pocos días de descanso que pasaron antes de salir a buscar Demasiado Oro introdujeron un ligero cambio en sus planes, lo mismo que hicieron con Ans Handerson, un sueco. Ans Handerson había trabajado a jornal en Miller Creek durante todo el verano, cerca de Sesenta Millas, y, pasado el verano, se descolgó en Bonanza como otros muchos descarriados que vagaban a merced de las mareas doradas que barrían el país. Era alto y desgarbado. Tenía los brazos largos, como los de un hombre prehistórico, y las manos, torcidas y nudosas, parecían dos tazones, con los nudillos deformados por el trabajo. De palabra y movimientos lentos, de pelo amarillento, tenía unos ojos azul pálido que parecían albergar sueños inmortales, asuntos que ningún hombre conocía y él menos que nadie. Tal vez su apariencia de soñador perenne se debía a una suprema y necia ingenuidad. De cualquier modo, ésa era la impresión que tenían de él los hombres normales, y Hootchinoo Bill y Kink Mitchell no eran nada extraordinario.

Los socios llevaban un día de visitas y cotilleo, y por la tarde se reunieron en los locales provisionales del Montecarlo: una gran tienda donde los hombres de la estampida descansaban de su agotamiento y un trago de whisky malo costaba un dólar. Como el único dinero circulante era el oro en polvo, y la casa era quien lo pesaba, el trago costaba algo más de un dólar. Bill y Kink se abstenían de beber, debido, sobre todo, a que su flaca bolsa no podía aguantar muchas visitas a la balanza.

—¡Oye, Bill! Tengo a un chechaquo que picará por un saco de harina —le anunció jubiloso Mitchell.

Bill parecía interesado y satisfecho. La comida escaseaba y no les sobraban provisiones tras la búsqueda de Demasiado Oro.

—La harina vale un dólar y medio la libra —contestó ¿Cómo piensas conseguirlo?

—A cambio de media participación en esa concesión nuestra —contestó Kink.

—¿Qué concesión? —se sorprendió Bill, pues recordaba la reserva que había marcado para los suecos, y dijo—: ¡Oh!

—Yo no estaría tan seguro —añadió—. Dale todo, ya que te has puesto, y sé generoso.

Kink sacudió la cabeza:

—Sí así lo hiciese, se asustaría y echaría a correr. Le estoy convenciendo de que el terreno es valioso y de que nos desprendemos de la mitad, porque estamos muy mal de comida. Cuando pique, podemos regalarle todo el negocio.



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